“Un fantasma recorre Europa…” Así se expresaban Marx y Engels en El Manifiesto Comunista. Un fantasma aterrador, una visión  horripilante, a cuyo paso desencarnado todas las fuerzas de la reacción se aprestaban -codo a codo- a cerrarle el paso. El socialismo que hoy nos toca en suerte conserva ciertas trazas ectoplasmáticas en su ADN. Sigue siendo fantasma, sí, pero en el sentido menos sobrenatural posible. Fantasma… de fanfarrón, presuntuoso o falso. Espectro también de sí mismo, de lo que llegó a suponer en su edad de la inocencia: la esperanza en la igualdad social absoluta entre todos los hombres.

De este socialismo del Siglo XXI el capitalismo tiene bien poco que temer. Los banqueros, los grandes propietarios, los aristócratas y las multinacionales pueden seguir celebrando sus desmanes con la misma seguridad jurídica que disfrutaron con el gran Felipe González, paradigma incontestable del “nuevo socialismo” con yate y mansión en urbanizaciones exclusivas. Y es que, en esa gran “merienda de negros” que la CIA montó en España a modo de “transición” política, el socialismo estuvo llamado a jugar el papel de segundo en la alternancia en el poder. Para consolidar esa posición de privilegio, que le permitiría disfrutar tanto del pelotazo económico como del inagotable pozo del enchufismo institucional, el socialismo español  tendría que vender su alma política al diablo. Y lo hizo. Sin rubor. Felipe lo hizo. “Hay que ser socialistas antes que marxistas”. Y, desde entonces, basta reconstruir la política económica del PSOE en sus diferentes etapas de gobierno, y en las diferentes CCAA donde ha tocado poder, para constatar la vacuidad de su alternativa. El guión ya había quedado escrito en piedra y ¡ay de aquel que se deslizara siquiera un renglón de la hoja de ruta establecida! Daría buena fe de ello el ingenuo patológico de Zapatero, el único presidente de la democracia que -de verdad- intentó hacer una política soberana desde el gobierno de España, por más que pésima.

Alternancia… La cuestión radica, entonces, en forzar de alguna manera una diferencia desesperada entre el socialismo y el “peperismo”, entre la izquierda y la derecha. Los falangistas, mejor que nadie, sabemos que la dicotomía es inexistente. Pero la ilusión circense debe ser mantenida a toda costa ya que, sin esa aparente alteridad, la gran coartada que mantiene en pie el corrompido catafalco del sistema instituido se disuelve. Si los planteamientos económicos de uno y otro lado permanezcan coincidentes por completo y fieles al modelo capitalista, algo habrá que inventar para que los dos grandes partidos pretendidamente antagonistas no resulten tan formalmente iguales. Especialmente, después de que las falsas promesas del socialismo en el poder desactivaran irremediablemente al movimiento obrero.

La solución se llamó “progresismo”. Ser socialista, ser de izquierdas, ya no supone la defensa de un modelo económico sustentado en la justicia social y en la igualdad. Significa el sostenimiento de cualquier posición moral –que tal es la palabra exacta, por más que les duela- capaz de soliviantar y hacer rabiar a los carcas de la derecha. La indigencia de ser “progre” radica en atacar la moral del conservador. Desde este momento, las políticas de izquierda “progresan” sin solución de continuidad desde los radicalismos tales como la nacionalización de la banca o la expropiación forzosa de las tierras productivas a la defensa sin paliativos de posiciones más cercanas a la biología que a la cultura. Pero ni siquiera en ello puede advertirse un punto de desacuerdo real. Y así, mientras la izquierda contemporánea es la gran promotora de estos “avances” político-biológicos-morales, la derecha es la encargada de asentarlos y consolidarlos posteriormente, fiel siempre a su espíritu conservador.

Precisamente, esta es la segunda lectura que ofrecen los nombramientos ministeriales del presidente Pedro Sánchez. Desacostumbrados desde hace décadas a los currículum brillantes, la ejecutoria conjunta del equipo sanchista nos ha llevado a considerar, por un instante, la posibilidad de un gabinete eminentemente técnico. Pero no es así. Hay mucha ideología “progre” en el flamante gabinete. A los conservadores españoles, si es que quedan especímenes de tan rara categoría, les toca “tragar mucha quina” en los próximos meses. Y nos animamos a pronosticar un radical repunte legislativo en materia de moral pública: aborto, eutanasia, inmigración irracional y silvano-feminismo.

En Falange Auténtica nos preocupa, especialmente, la misma esencia de una ideología “progre” cuyo único horizonte es alcanzar el poder para, desde allí, utilizar los medios materiales del Estado a favor de los principios morales que la animan. A favor de sus propios  principios, no de aquellos que preexisten en el seno de la sociedad. Nos hallamos ante la amenaza de nuevas políticas “de reingeniería social”, puestas en práctica en un pasado no remoto, y que responden a un patrón de extraordinaria simpleza y vis utilitarista: “si no te gusta cómo piensa la sociedad utiliza todo el poder del Estado para que cambie de opinión”.

La reingeniería es la peor plaga bíblica cuando la aplica la derecha, y la mayor bendición laica cuando proviene de los progres. Desde el Estado, y es un ejemplo paradigmático, se pueden aplicar toda clase de políticas educativas favorables al aborto pero ninguna en su contra. Se trata de un misterio insondable. Con todo, el problema fundamental no radica en esta asimetría sino en el mismo carácter totalitario de la reingeniería social. En democracia, la política se identifica como un flujo de la voluntad popular que, partiendo de diferentes dinámicas sociales y estados de opinión de naturaleza prepolítica, asciende hacia el poder legislativo a través de los representantes electos. La reingeniería social supone una inversión total del esquema pues se erige en una técnica que permite al poder legislativo infiltrarse en la dinámica social, manipularla ideológicamente y asegurarse, de este modo, de que la voluntad popular pierda su previa condición amorfa para coincidir netamente con los postulados del partido en el gobierno. Con un objetivo claro, cual es su perpetuación en el poder. La inspiración gramsciana se hace más que evidente en todo este trasunto.

La polémica asignatura de Educación para la Ciudadanía, o para el adoctrinamiento infantil,  fue un clarísimo ejemplo de la apuesta insobornable del actual socialismo por la “progresía” y la ingeniería social. Las cosas no han variado mucho en estos años. No hay que esperar del gobierno del PSOE la nacionalización de la banca ni la expropiación de las eléctricas. Ojalá. Porque eso sería socialismo real, sería izquierdismo auténtico, mientras estos socialistas de medio pelo se conforman con la etiqueta de simples progres y con ocupar las instituciones del Estado. Por más que aderezcan su demagogia con grandes dosis de “memoria histórica”, pues es humano el impulso a justificarse de alguna manera. La despenalización absoluta del aborto y la primera ley de eutanasia es todo lo que cabe esperar del estadista Pedro Sánchez.

Al tiempo…   

Juan Ramón Sánchez Carballido