Por Carlos Javier Galán

Esto me lo tengo que hacer mirar. Resulta que el otro día estuve de acuerdo ¡¡¡con Carod-Rovira!!!

 

Me estoy refiriendo al programa de TVE Tengo una pregunta para usted y que alguien dijo que, dada la afición de los políticos a no salirse del guión preestablecido, debería titularse Tengo una respuesta para ustedes.

 

Ni que decir tiene que, obviamente, no estuve de acuerdo con su planteamiento independentista, no estuve de acuerdo con el tono abrupto que adoptó en varias ocasiones, ni con su postura de victimismo, ni con su visión excluyente de Cataluña, ni por descontado con su afirmación de que la ilegal Batasuna representaba una "vía estrictamente política (mi concepto de política es menos amplio que el de Carod-Rovira y no incluye la extorsión, la amenaza al que piensa diferente, el matonismo o la sumisión a las órdenes de una banda armada…). Yo sí hubiera tenido alguna que otra pregunta para el líder de Esquerra diferente de las que se le formularon.

 

Pero sí compartí -y a mí me preocupó, a él le dio argumentos- algo que se puso de manifiesto en el programa: que en muchas zonas de España existe desconocimiento y hasta desprecio hacia la identidad, la cultura y la lengua catalanas. Ésta es una cuestión que de vez en cuando comentamos mi amiga Belén (que es de Lleida, residente en Madrid desde su infancia, de padre andaluz y madre catalana) y yo, generalmente acompañados de unas cañas delante. Belén es lo más lejano que pueda uno encontrarse a un nacionalista catalán, pero es conocedora y defensora de una identidad que sigue considerando propia. Y cuando me cuenta algunas de las tonterías que ha tenido que escuchar desde niña, siempre me parece de vergüenza ajena. La verdad es que uno entiende la incomodidad que se debe de sentir, sobre todo cuando ciertas afirmaciones sobrepasan los límites de los habituales chistes de estereotipos –que pueden ser hasta divertidos en ocasiones- y entran de lleno en lo que constituye en serio la forma de pensar de la gente –que no tiene nada de divertida-.

 

Cierto es que todo esto, en Carod-Rovira, no es más que una excusa. Y sospecho que tanto le daría si todos los españoles sin excepción fuéramos unos profundos conocedores y amantes de la identidad, la cultura y la lengua catalanas. Pero es posible que en muchos catalanes de a pie –que es lo que a mí me importa- esa sensación de incomprensión sí sea justificada. Y espectáculos como el que presencié el otro día ante la pantalla de televisión no creo que ayuden mucho a que esto cambie. Máxime cuando, desde determinados medios informativos, luego se justifica y hasta se jalea esa exhibición de ignorancia y de desdén hacia otros compatriotas.

 

Es cierto también que algunos ciudadanos y políticos catalanes, singularmente los que adoptan posturas ultranacionalistas, se ganan a pulso con sus actos y gestos la antipatía de los demás, pero no parece razonable que acaben pagando justos por pecadores. Me molestan mucho los separatistas, sí, pero también me molestan mucho los separadores.

 

- Buenas noches. D. José Luis... -le dijo con intención el invitado-.

 

- Perdón, yo me llamo Josep Lluis.

 

- Bueno, es que yo no entiendo catalán.

 

- Es que no hace falta entender catalán. Yo me llamo como me llamo aquí y en la China Popular y en la otra...

 

- Me da igual.

 

- ... Y usted, perdone que se lo diga, no tiene ningún derecho a modificar mi nombre. Yo me llamo Josep Lluis, no me llamo de otra forma.

 

- Bueno, pues Carod Rovira o como quiera usted.

 

- No, no como quiera llamarme: como me llamo.

A continuación el invitado desarolló su peregrina teoría de que era injusto que para ser funcionario en Cataluña hubiera que saber la lengua propia de Cataluña. Esto, al parecer, le sorprendía y hasta le parecía "ridículo". Carod en sus explicaciones no pudo estar más didáctico, la verdad.

 

Se puede -y se debe, a mi juicio- discutir y combatir la discriminación al castellano, pero pretender que no se hable catalán en Cataluña ya es para nota. Y plantear que el hablar el idioma cooficial de un determinado territorio no se tenga en cuenta a la hora de trabajar en la administración pública de dicho territorio, a mí no me parece muy razonable.

 

Poco después, otra señora volvía a la carga:

 

- Buenas noches, D. José Luis. Yo soy también de Castilla y León y, lo siento, no sé catalán.

 

Vaya representación de mi tierra. Los dos, con la idea de que para llamar a una persona por su nombre propio hace falta antes estudiar idiomas. Tras terminar su pregunta y ser respondida satisfactoriamente, Carod le aclara:

 

- Y permítame que le vuelva a decir una cosa: no se moleste, pero yo no me llamo José Luis. Si ustedes, en trescientos años, desde el 1714 hasta ahora, no han aprendido siquiera a decir "Josep Lluis" pero en cambio saben decir "Swarzeneger" o "Severnace", ustedes tienen algún problema, no yo.

 

- No tengo ningún interés por aprender catalán, gracias.

 

Y ahí Carod aprovechó para llevar el ascua a su sardina, ante lo fácil que se lo estaban poniendo:

 

- (...) ¿Cómo quiere usted que en Cataluña haya gente que se quiera quedar cómoda en un Estado que expresa este menosprecio por la lengua catalana que acaba usted de tener? ¿Ya lo entiende, no?

 

El público, por cierto, aplaudió esta contestación de Josep Lluis Carod-Rovira.

 

El dirigente independentista no tiene razón en atribuir a todo el Estado -como dicen ellos- el comportamiento de una señora. Pero sí tiene toda la razón, a mi modo de ver, en las contestaciones que dio a esta cuestión. Yo me llamo Carlos Javier, como dice Carod, "aquí y en la China. Y cuando voy, por ejemplo, a ver a mis amigos, conocidos o compañeros de Barcelona, no me convierto de repente en Carles Xavier ni a nadie se le pasa por la cabeza llamarme así. Todos se siguen dirigiendo a mí como Carlos y no como Carles.

 

Si el programa hubiera sido con entrevista a George Bush -o a George Clooney, me da igual (a algunas no les daría igual, supongo)- a nadie se le hubiera ocurrido decirle "oiga, D. Jorge… sin que nos chirriase. Y, si el interesado le aclara con educación cuál es su nombre correcto, espetarle despectivamente, por ejemplo, "mire, no se esfuerce, que yo no tengo ningún interés en aprender inglés hubiera sido percibido como un gesto desafortunado, de orgullosa ignorancia.

 

Pues, cuando encima no se trata de una lengua extranjera, sino de otra lengua española –y por tanto parte de nuestro acervo común-, como es el catalán, sería exigible no ya igual, sino mayor respeto y delicadeza si cabe.

 

Y si no lo vemos así, pues, efectivamente, no deberemos extrañarnos de que haya personas que no se sientan cómodos en una España que algunos pretenden uniforme, monocultural y monolingüe. Una España, en ese caso, empobrecida.

 

El castellano es una lengua española de ámbito universal. Pero el catalán, el gallego o el euskera son también lenguas españolas, de todos, y enriquecen nuestro patrimonio cultural común.

 

Las imposiciones del nacionalismo catalán hacia los castellanohablantes son repugnantes y siempre me tendrán enfrente. Pero la gente que añora las imposiciones del nacionalismo español a los catalanoparlantes tampoco van a encontrar en mí ninguna simpatía.

 

Yo soy un absoluto convencido de la que la unidad de los pueblos de España puede ser fecunda, pero siempre desde un proyecto compartido y desde el respeto a nuestra pluralidad en idiomas, en paisajes, en tradiciones, en caracteres, en cultura... No soy, siquiera, de esos que toleran –como con condescendencia- la diferencia. Soy de los que se sienten cómodos ante ese patrimonio tan variado y tan rico. Son muy mías las jotas castellanas, las sopas de ajo, Delibes y Teresa de Jesús, sin duda. Pero a la paella o al cocido, a la copla andaluza o a un aurresku, a la Alhambra, al teatro romano de Mérida o a Santiago de Compostela, a los Picos de Europa o a la playa de la Concha, a Pla, Celaya o Lorca… tampoco me los va a quitar nadie.

 

Convivir empieza por algo elemental: conocerse. Sin esa base, resulta muy difícil luego respetarse, apreciarse o compartir proyecto nacional. Convivir cada uno de espaldas a la realidad del otro, presumiendo de no querer saber nada de la misma, no tiene el menor sentido.