Los primeros con Europa era el lema con el que la propaganda oficial –tan poco institucional- nos bombardeaba en los meses previos al referéndum celebrado en España. Antes de que la Junta Electoral la prohibiera (porque más que incentivar la participación, vulneraba la neutralidad de los poderes públicos), el ejecutivo español pretendía hacernos creer que íbamos a ser poco menos que los adelantados de una nueva era en el continente. Atreverse a criticar el contenido del Tratado que era objeto de consulta –contenido del que aquí se informaba sesgadamente y no se debatía nada- suponía ser tachado de antieuropeo.

Han tenido que ser en esta ocasión nuestros vecinos franceses quienes nos demostraran que era razonable y oportuno debatir sobre la propia "Constitución antes de votar. Y que se podía legítimamente decir no a este Tratado sin caer en la marginalidad política y sin perder, por descontado, un ápice de europeidad. Francia, fundadora de las Comunidades Europeas, país de secular tradición democrática, ha dicho no a esta concreta norma, y lo ha hecho con claridad y sin ningún tipo de complejo. Con ello, la población francesa ha demostrado una madurez política capaz de resistir las desesperadas y catastrofistas manifestaciones de la mayoría de sus propios líderes políticos, a cuyo coro se ha sumado con entusiasmo nuestro Presidente.

En el no francés lógicamente –como en las restantes opciones- confluían muchas motivaciones y, entre ellas, algunas de política doméstica. Pero no puede desconocerse ese pujante no social postulado por los ecologistas, por buena parte de la izquierda (comunistas y un amplio sector disidente del Partido Socialista), por los antiglobalización, por ciertos grupos cristianos, por movimientos alternativos... Un no en el que se explicitaban algunas de las posturas que, con ocasión del referéndum español, defendió Falange Auténtica, en torno al acusado déficit democrático y social del texto.

 

Esa oposición al Tratado ha sido respaldada por casi un 55 % de los votantes franceses, con una distancia de aproximadamente diez puntos respecto al voto afirmativo.

 

A diferencia de nuestro país, donde más de la mitad de los españoles con derecho a voto no acudieron a las urnas, y donde la desinformación confesada en las encuestas fue tremendamente llamativa, en Francia ha habido un intenso debate social y político, y finalmente la participación ha sido cercana al 70 %, por lo que no parece que nadie pueda poner en cuestión la legitimidad de ese resultado.

 

Excepto España, el resto de países que han ratificado el Tratado hasta la fecha lo han hecho sin consultar a sus ciudadanos. Tras el referéndum francés, la siguiente cita con las urnas es Holanda, donde las encuestas también vaticinan un triunfo del voto contrario a esta "Constitución, nacida del despotismo de los euroburócratas. No parece que en Reino Unido ni en el Este de Europa haya tampoco demasiado entusiasmo por esta creación giscardiana, aunque por diferentes razones. Si Zapatero pretendía que fuéramos los primeros en ratificar la Constitución europea del futuro, todo parece indicar que no hemos abierto brecha alguna, porque es probable que esa fallida propuesta no llegue a entrar nunca en vigor o que, si lo hace, sea como fruto de alguna de las jugarretas de trilero a las que la casta política de Bruselas nos tiene acostumbrados.

 

Los responsables españoles empujaron a los ciudadanos, con sus declaraciones alarmistas, a actuar con ese pseudoeuropeísmo acomplejado de los recién llegados, a ser "más papistas que el papa como gráficamente dice el refranero español. Frente a eso, tras el resultado registrado en Francia, insistimos en subrayar algo que para nosotros resultaba evidente: que la postura de quienes en el referéndum español defendíamos el voto contrario, argumentando motivos de fondo frente a eslóganes vacíos, no era marginal, ni disparatada, ni antieuropea. Y Francia, un país que no parece sospechoso en esos aspectos, así lo ha expresado democráticamente.