Según datos recientes del Instituto Nacional de Estadística, un 20 % de la población residente en España vive por debajo del umbral de la pobreza relativa. Dicha estadística contempla como ingresos insuficientes la cantidad de 6.278 euros anuales, por debajo de los cuales se considera que se vive en esa situación de pobreza relativa.

Hay que considerar la posibilidad de que, en algunos casos, las familias afectadas por ingresos menores puedan disponer de otros medios de vida, con seguridad instalados en el proceloso terreno de la economía sumergida. Sin embargo, es obvio que dicha cifra de ingresos, y la gran cantidad de unidades familiares que se ven obligados a sobrevivir con su sola ayuda, es un dato muy preocupante y que vuelve a desdecir los triunfalistas informes que el gobierno maneja en relación a la situación económica de España.

Un 20 % de la población es una cantidad de personas suficiente para dar un vuelco al gobierno de la nación en unas elecciones generales. Esta legión de desfavorecidos podría, en caso de organizarse, decidir cuál de los grandes partidos obtendría los sufragios necesarios para poder gobernar.

 

El problema es que el problema no existe sino en la categoría de problema doméstico en la agenda de quienes lo padecen. Los poderes públicos dan por bueno que, en una sociedad relativamente opulenta como la nuestra, existan bolsas de marginación económica y sectores de población inmersos en la pobreza como un mal menor, imprescindible para mantener en marcha el sistema de relaciones sociales, laborales y económicas en que se basa el liberalismo. Gran error, en nuestra opinión, conformarse con que el 80 % por ciento de la población ingrese al año como mínimo 6.279 €, puesto que, ni siquiera desde el punto de vista interesado de estado y agentes económicos empresariales, es saludable dejar fuera de los circuitos del consumo y la generación de riqueza a un porcentaje tan elevado como el 20 % de la población.

 

Y, por encima de todo, hay una cuestión mucho más importante: que esta situación es claramente injusta. El Estado que no es capaz de generar un marco de convivencia en el que pueda garantizarse la vida digna de la totalidad de la población es un Estado que ha fracasado en el principal de sus objetivos. Parece obvio, pero no debe ser éste el objetivo primordial de nuestro gobierno cuando los medios de controlar y solventar esta situación no pasan de asignar una partida presupuestaria a una tímida caridad institucional, insuficiente como paliativo e incorrecta si lo que se pretende es que el problema no sea enmascarado sino eliminado.

 

Nuestro posicionamiento político no es partidario de la caridad, sino de orquestar medios para garantizar a todos los ciudadanos que existe una forma de hacerse acreedor de una vida digna, ya sea a través de la implantación de programas de empleo público o privado incentivado que permita la reinserción laboral de los sectores que en edad laboral se vean excluidos de los circuitos habituales de empleo, o mediante el refuerzo de programas de previsión que eviten que el final de la vida de una persona pueda verse sometido a una jubilación sin medios, sin pensión o de absoluta dependencia de su familia.

 

En nuestro país, la banca sigue aumentando sus beneficios cada hora y la prensa se regodea feliz en su indiferencia en todo lo que tiene que ver con la preocupante realidad de tantos de nuestros conciudadanos, que tienen verdaderos problemas económicos, simplemente para vivir con dignidad. ¿No será porque "cuantos más pobres haya, más ricos se harán los ricos"? Además, la imaginación y generosidad necesarias para adoptar medidas realistas repercutirán en la retroalimentación de un sistema donde la generación y distribución de riqueza conforman un activo que, bien utilizado, puede paliar un problema tan serio como éste que apuntan los datos que comentamos de las estadísticas del INE. Somos muchos esperando que así sea.