"No reniego de mi origen,
pero digo que seremos
mucho más que lo sabido,
los factores de un comienzo.
Españoles con futuro
y españoles que, por serlo,
aunque encarnan lo pasado,
no pueden darlo por bueno.
Gabriel Celaya

No es nuestra costumbre hacer comentarios respecto a las actividades de aquellos grupos de ultraderecha que, por su denominación y simbología, resultan fieles continuadores de la manipulación sufrida por el pensamiento de José Antonio durante la dictadura franquista. Siempre hemos preferido demostrar en positivo -con una línea política distinta, con hechos, con pronunciamientos públicos y con actividad- que existe un falangismo auténtico y actual, de inequívocas convicciones democráticas y con irrenunciable vocación social. Sin embargo, en alguna ocasión hemos tenido que romper excepcionalmente esa norma. Si la existencia, discurso y actividad de estos grupos perjudica siempre a la percepción que la sociedad tiene de nuestra identidad política -dado el confusionismo que ciertas denominaciones introducen ante la opinión pública-, hay veces en que la trascendencia mediática de algunas concretas actuaciones enloda con especial intensidad la imagen del falangismo. Así, nos sentimos obligados en su día a pronunciarnos contra cierta manifestación xenófoba ante la sede del PSOE en Madrid, en un comunicado en el que condenábamos pública e inequívocamente semejante iniciativa.

En esta ocasión nos vemos forzados también a salir al paso de diversas convocatorias que, al hilo del 71º aniversario de la sublevación del 18 de julio, reivindican la fecha y lo hacen, para mayor escarnio, con denominaciones de Falange y, en algún caso, con un discurso que causa vergüenza ajena, un planteamiento tan lamentable, tan guerracivilista y tan fuera de lugar como "si hay que volver a pasar, pasaremos.

No cabe duda de que, en julio de 1936, la experiencia de la II República, por desgracia, había ya fracasado y que, con hechos como la previa sublevación izquierdista de octubre de 1934 contra el gobierno republicano, la persecución religiosa tolerada -cuando no alentada- desde el poder, la arbitrariedad gubernativa, el asesinato del líder de la oposición parlamentaria por parte de las fuerzas de seguridad del propio Estado y el clima generalizado de violencia, ni siquiera cabía hablar en rigor ya de un verdadero Estado de Derecho. Se había desembocado en una situación en la que, lamentablemente, ningún sector político parecía estar dispuesto a convivir pacíficamente con el otro. El alzamiento del 18 de julio y el innegable apoyo popular que obtuvo en una buena parte de la sociedad española –equivalente al rechazo que levantó en la otra mitad de la misma- pudo ser, en su origen, una reacción comprensible frente a una concreta situación de caos o frente al peligro cierto de que España pudiese derivar hacia una dictadura de influencia soviética. A la vista de muchos documentos históricos -incluso algunas proclamas originarias- muchos de los alzados no pensaban ni remotamente en instaurar un régimen autoritario que durase cuatro décadas, sino en actuar ante una grave situación de emergencia y de excepción, para luego encauzar el rumbo de la propia República. En todo caso, quédese dicho análisis para los historiadores.

Lo cierto e incuestionable, desde la perspectiva que el tiempo nos ofrece, es que esa fecha se acabó convirtiendo en el origen de una sangrienta guerra civil de tres años y en una dictadura de casi cuarenta. Nada, pues, que pueda hoy celebrarse desde una mínima sensatez.

La guerra fue uno de los episodios más bochornosos de nuestra historia, con una lamentable exhibición de cainismo entre hermanos, amigos, vecinos y compatriotas, y con un balance de centenares de miles de muertos. Resulta obsceno revindicar lo que no es sino el símbolo de un fracaso colectivo que debería avergonzarnos a los españoles y, sobre todo, hacernos reflexionar para que nunca más puedan repetirse hechos semejantes.

No renegamos de nuestra historia. Ciertamente, no nos olvidamos de los auténticos falangistas (que no deben nunca confundirse con el aluvión de derechistas disfrazados de camisa azul) que combatieron en aquella guerra y que dieron lo mejor de sí en pro de la España más justa con la que soñaban y que desafortunadamente no consiguieron. Recordamos a los que fueron asesinados en el bando frentepopulista, como José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma, Onésimo Redondo o Julio Ruiz de Alda. Pero tampoco nos olvidamos del sucesor de José Antonio en la jefatura nacional, Manuel Hedilla, condenado por los tribunales franquistas por no admitir la manipulación de Falange, o de Pedro Durruti, ejecutado por el bando llamado nacional, o de Juan Pérez de Cabo, asesinado en la represión franquista de la posguerra... Si algo representa el falangismo no es, en modo alguno, el 18 de julio ni lo que de él nació, sino esa tercera España que no pudo ser.

Si resulta increíble que, en 2007, haya gente que reivindique el 18 de julio, es una cruel paradoja que ello se haga desde una autodefinición política supuestamente falangista. Porque el régimen al que dio nombre esa fecha fue precisamente el que decretó la desaparición de la propia Falange y, durante largos años, secuestró su patrimonio simbólico para orlar un sistema político diametralmente opuesto a lo que el pensamiento falangista representaba.

Tras las elecciones de febrero de 1936 y el triunfo del Frente Popular, José Antonio Primo de Rivera cursó instrucciones inequívocas a su formación política: "que por nadie se adopte actitud alguna de hostilidad hacia el nuevo Gobierno ni de solidaridad con las fuerzas derechistas derrotadas y "nuestros militantes desoirán terminantemente todo requerimiento para tomar parte en conspiraciones, proyectos de golpe de Estado, alianzas de fuerzas de orden y demás cosas de análoga naturaleza.

Ante los primeros movimientos que se registran para una insurrección militar, de la que desconfiaba, advirtió proféticamente: "Consideren todos los camaradas hasta qué punto es ofensivo para la Falange el que se la proponga tomar parte como comparsa en un movimiento que no va a conducir a la implantación del Estado nacionalsindicalista, al alborear de la inmensa tarea de reconstrucción patria bosquejada en nuestros 27 puntos, sino a reinstaurar una mediocridad burguesa conservadora (de la que España ha conocido tan largas muestras), orlada, para mayor escarnio, con el acompañamiento coreográfico de nuestras camisas azules.

En la única entrevista periodística que pudo conceder en prisión, se lamentó de su incomunicación y de su imposibilidad de dirigir el partido y aseguró que "si este Movimiento gana y resulta que no es nada más que reaccionario, entonces me retiraré con la Falange y yo volveré a ésta o a otra prisión dentro de muy pocos meses.

En los folios que dejó escritos en su celda alicantina, el fundador de Falange reflexionaba sobre las distintas posibilidades de desarrollo de la guerra y, lejos de entusiasmarse con la victoria de ninguno de los bandos, creía que cualquiera de los posibles desenlaces era descorazonador. Tras analizar las consecuencias de una victoria frentepopulista, se preguntaba también: "¿Qué va a ocurrir si ganan los sublevados? Un grupo de generales de honrada intención; pero de desoladora mediocridad política. Puros tópicos elementales (orden, pacificación de los espíritus...). Detrás: 1º) El viejo carlismo intransigente, cerril, antipático. 2º) Las clases conservadoras, interesadas, cortas de vista, perezosas. 3º) El capitalismo agrario y financiero. Es decir: la clausura en unos años de toda posibilidad de edificación de la España moderna. La falta de todo sentido nacional de largo alcance".

José Antonio consumió sus últimos días en intentos de alto el fuego y de reconciliación, porque tenía la certeza de que "no puede haber vida nacional en una patria escindida en dos mitades inconciliables: la de los vencidos, rencorosos en su derrota, y la de los vencedores, embriagados por su triunfo.

Por ello, esbozó su propuesta para lograr el cese de la guerra: el restablecimiento de la legalidad republicana, con un gobierno plural de concentración, que decretase la amnistía general e hiciera efectiva la disolución y desarme de todas las milicias, implantando medidas que entonces eran necesarias y de elemental justicia social (como la reforma agraria) y acometiendo la redacción y aplicación de un "programa de política nacional reconstructiva y pacificadora.

Finalmente, en su testamento, no dedica ni una sola línea a alentar la victoria de ningún bando, porque sabía que las guerras civiles realmente nunca las gana nadie, sino que se lamenta de que la incomprensión haya llevado a aquella tragedia y expresa su último y fallido deseo: "Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles.

El 18 de julio fue el comienzo de una masacre. La guerra provocó una fractura social e histórica en España cuyas consecuencias han llegado hasta nuestros días. Representó el final de una generación de soñadores, de hombres y mujeres con ideales. Alentó también lo peor que hay en otras personas y, al amparo de la situación bélica, se produjeron crímenes atroces y venganzas personales en las dos zonas contendientes. Derivó en cuatro décadas de poder del dictador Franco y de toda su comparsa. Acabó con la vida de tantos y tantos buenos españoles en ambos frentes…

El 18 de julio y el régimen que nació del mismo, supuso a la postre la aniquilación del sueño de amor y de justicia que representó la Falange fundacional. Como dijo ya en plena contienda el jefe nacional de Falange, Manuel Hedilla Larrey, "la guerra se puede ganar, pero la revolución se ha perdido". Mientras una corte de advenedizos se apresuraba a usurpar la camisa azul y a medrar al amparo del poder, algunos auténticos falangistas sufrieron el destierro, la cárcel o la muerte. Y otros muchos, que todavía mantuvieron la esperanza de que aquello fuera evolucionando hacia la España con la que habían soñado, se fueron sumiendo a lo largo de los siguientes años en el desencanto y la decepción de ver falsificados sus ideales y frustrados sus anhelos.

Nos produce repulsión que, después de todo eso, el nombre o el símbolo de Falange adorne hoy la fanfarronada de quienes se muestran dispuestos a revivir con paso marcial victorias de unos sobre otros. Queremos que los españoles apostemos definitivamente por la reconciliación nacional, para que nunca más media España quiera excluir de la vida política a la otra media ni ésta quiera hacer exactamente lo mismo con aquélla.

Es una aberración que personas que ni siquiera vivieron aquella guerra sigan adscribiéndose, en la práctica, a uno u otro bando setenta y un años después. A pesar de quienes alimentan directa o indirectamente el guerracivilismo -ya sean grupúsculos extremistas o ya sea, por desgracia, el propio presidente del gobierno- creemos que es posible la concordia. Y queremos decididamente que nuestro país supere de forma definitiva uno de los episodios más negros de su pasado para construir un futuro de esperanza para todos.