La secuencia inaugural de la lógica productiva es de una simplicidad apabullante: la creación de puestos de trabajo depende de la creación de empresas y éstas, a su vez, de alguien que quiera financiarlas.
Tres son los modelos de financiación posibles, a la luz del relato histórico.
El primero es el capitalismo. Puede tratarse de una persona, un grupo de personas o un complejo entramado anónimo de intereses conocido como “los mercados”. El caso es que una entidad privada arriesga su patrimonio para montar una empresa contra la promesa de la obtención de unos beneficios enormes. En este contexto resulta antieconómico cualquier medida tendente a limitar éticamente las ganancias del inversor. El modelo capitalista puede resumirse en una sola idea: “si quieres que invierta mi dinero en crear empresas que empleen a tus ciudadanos déjame tratarlos como quiera en materia de horarios, salarios, prestaciones sociales, etc.” Es lo que el capitalismo denomina “libertad”, que alcanza su definición más depurada en el concepto debido al fundador de toda una saga de supercapitalistas norteamericanos, M. A. Rothschild (1744-1812):
“Dadme el control sobre el dinero de una nación y no me importará quien redacte sus leyes”.
M. A. Rothschild
En efecto, el horizonte último del capitalismo es la conquista velada del poder por las grandes empresas y corporaciones que lo integran.