La Constitución Europea que votaremos el 20 de febrero es presentada por muchos como la garantía de la unidad nacional. En el espacio de la Unión, se nos dice, no habrá lugar para el secesionismo dentro de los Estados miembros. Este es el argumento de los miedosos.


Pancarta de FA colocada en el Paseo de la Castellana de Madrid con ocasión de la visita del lehendakari

La pregunta no es si Europa nos salvará de la desintegración. La verdadera cuestión es que podemos hacer nosotros por Europa. ¿Puede prescindir el ámbito europeo de una de sus cinco naciones fundantes? España no es sin Euskal Herria y Cataluña. España es un "hecho diferencial" tan importante como para no confiar su supervivencia a macrotextos legales, una confianza tan disparatada como el bienintencionado concepto del "patriotismo constitucional", que remite toda la vitalidad nacional al marco de convivencia surgido en 1978. Una Constitución no es suficiente para garantizar la cohesión entre personas y territorios, por más que haya sido y pueda seguir siendo el instrumento idóneo para la paz y la convivencia entre todos. En el PSOE son muy aficionados a mirar a Europa como el bálsamo para todos los males. En el PP se sacraliza la Constitución del 78. Los editorialistas de The Wall Street Journal aseguran que Europa no se puede permitir una "España balcánica". ¿Acaso ya avistan al otro lado del Atlántico lo que todavía nosotros no somos capaces de ver?

Lo primero que debemos tener en cuenta es que estamos ante un problema de "soberanías". Una soberanía histórica, la española, que no puede prescindir de ninguno de sus miembros. Y una serie de "soberanías sentimentales", amparadas en fenómenos como la lengua y hasta el RH. El "ámbito de decisión", por tanto, es España. Solamente los españoles, todos los españoles, podemos decidir si queremos o consentimos una alteración sustancial en la configuración actual de España.

Dirán los nacionalistas de boina y barretina, en su candorosa canción para ingenuos, que ellos no pretenden la secesión. Lo cierto es que ellos no tienen voluntad española, ni europea. Ellos son los nuevos poderes feudales en la sociedad tecnológica, y pretenden una independencia tramposa con argucias como el Plan Ibarretxe, el último grito, en el fondo desesperado, de lo más reaccionario que existe hoy en España. Un canto de sirena antes de que el proceso de integración europeo lo convierta en un sinsentido.

Pero solamente aquí, en España, y no en Bruselas ni Estrasburgo, podemos darle una replica adecuada. Y eso hay que hacerlo con iniciativas populares que dejen clara nuestra voluntad de seguir viviendo y conviviendo en el proyecto España. Querer resolver el problema a "mamporrazos constitucionales" es cerrar la brecha en falso.

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