La llegada de la Semana Santa nos pone de nuevo ante una sociedad cambiada y cambiente en sus más íntimas estructuras. La Semana Santa de oficios religiosos y recato en el vestir ha dado lugar a unas fiestas de primavera propicias para el primer viaje largo del año, el primer chapuzón en el mar o la visita a algún lugar de procesiones, pero en muchos casos vistas más como espectáculo cultural que como vivencia religiosa.

No cabe duda de que el viejo  esqueleto social se ha derrumbado. No es cuestión de volver la vista atrás, pero sí de preguntarnos: ¿qué hemos puesto en su lugar? El consumismo más feroz constituye a día de hoy el único valor fácilmente reconocible en el entramado social.

El viejo armazón religioso, que tantas veces actuó como un corsé insoportable para la espontaneidad social, se ha convertido en un motivo de lucha para los sectores más conservadores de la sociedad española que parecen añorar un cierto tipo de nacional-catolicismo, o en una sinrazón para burlarse para el llamado progresismo.

No es el momento de volver atrás. Ahora, en Semana Santa, los cristianos recuerdan la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Es la Iglesia la que tiene que buscar la manera más adecuada de que sus fieles se encuentren con este misterio. El Estado debe respetar y apoyar todas las manifestaciones culturales derivadas de este hecho a lo largo de los siglos. Las competencias de cada institución están claramente delimitadas en una sociedad laica. El falangismo desde sus orígenes ha apostado por una separación escrupulosa entre la Iglesia y el Estado, a la vez que ha intentado ofrecer al pueblo español un mensaje contra el materialismo impregnado de valores espirituales, mensaje en el que lógicamente tiene mucho que aportar la interpretación cristiana de la vida.

Pero en esta sociedad cada día más materialista, el cristianismo debiera ser una invitación contra el aburguesamiento, un motivo para luchar por la justicia, un estímulo para el amor y la compasión. Y la vida de Cristo, el máximo ejemplo de todo ello. Pero, ¿es ésta la llama que guía la actuación de la jerarquía eclesiástica?

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