Ignacio Camacho en abc.es

CUÁNTO nos gustaría que España se pareciese a España. Que la selección fuese un trasunto del país, la metáfora de una nación fiable, exitosa, respetada, segura de sí misma, y no la encarnación aspiracional de sus sueños. Que la cohesión del equipo del fútbol surgiera de la avenencia cómoda y natural de una sociedad equilibrada. Qué hermoso sería presumir de un patriotismo así, democrático, representativo, espontáneo, fluido y sin fisuras, integrador y alegre, en el que la palabra España sonase sin chirridos como el concepto matriz de una idea común de concordia.

Quizá por eso la gente esté disfrutando tanto de esta dulce utopía en la que el fútbol aglutina un ideal mucho más grato que la crispada realidad de la política. Un clima en el que España no es una ofensa ni un debate sino una aspiración colectiva. Serena, participativa, alegre, sólida. Una España moderna y plural capaz de actualizar los versos de Miguel Hernández, con catalanes proactivos, andaluces esforzados, asturianos esenciales, madrileños generosos y vascos solidarios. Una España sin conflictos de personalidad ni estériles polémicas identitarias. Una España cosida con los hilos invisibles de un objetivo, un proyecto y una estrategia. Una España eficaz, vigorosa, solvente. Una España mejor que España misma. Una España imposible, acaso.

Selección española antes de un partido

En esa España desiderativa hay, además de un grupo humano entusiasta, preparado, virtuoso, un liderazgo prudente y sensato que marca el rumbo con madurez y cordura. Vicente del Bosque, que tira a socialdemócrata moderado, representa un estilo de dirección sin estridencias ni aventurerismos que se echa de menos en el país real, tan entregado a espasmos, ocurrencias, experimentos e improvisaciones. Un liderazgo sobrio, juicioso, maduro, alejado de carismas sobreactuados e imposturas escénicas; una autoridad de convicción, de sentido común, de mesura. Si fuese un dirigente político tendría las cualidades de un hombre de Estado: alguien que conoce su oficio y lo

ejerce con temple y firmeza, sin demagogias triviales ni retóricas hinchadas; un hombre que trata de solucionar problemas y si no puede al menos procura no inventarlos. Tampoco en eso se parece la selección al país, sacudido por conflictos ficticios a menudo creados por la incapacidad de solventar los reales.

Pero, sobre todo, lo que diferencia a una y otra España es el espíritu. La fe, la confianza en sí misma, la solidaridad. La ausencia de una artificial conflictividad histérica. El trabajo en pos de un propósito común que llegará o no pero ya es en sí mismo el elemento de cohesión que da sentido al esfuerzo. Sí, ya quisiéramos que la nación tuviese la determinación, la coherencia y la impronta del equipo que la representa. Y ya nos gustaría, sobre todo, merecernos una España como ésa.

 


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