Miguel Ángel Loma

Creo que para su evasión aprovechó el hueco que le había dejado la migración de un ave nórdica. La mañana de su partida puso todo lo bien que pudo su planeta. Miró con cierto dolor el volcán del norte, siempre en erupción, y aleccionado por su padre, no quiso mirar los baobabs que le estaban creciendo en dos asteroides africanos, pero tomó esa dirección: había sido invitado por la Junta de gobierno del asteroide del Sur. Comenzó a visitarlo para buscar una ocupación y para instruirse, y posiblemente también para darse un baño de multitudes entre la parte más cálida de su pueblo, intentando recobrar algo del respeto que había perdido tras las frívolas murmuraciones de sus más fieles súbditos que le reprochaban un episodio amoroso que oficialmente nunca existió.

Aunque todos sus desplazamientos, visitas y reuniones por el asteroide, estaban acordados y consensuados por los responsables de su Casa con el gobierno socialista del asteroide, la prensa opositora a ese gobierno, siempre dispuesta a derrochar alabanzas en torno al principito, no cesó de criticar cada uno de sus viajes y encuentros, alegando que no eran esas las zonas ni las personas que el joven principito quería visitar sino aquellas otras más desatendidas y pobres del asteroide, según correspondía a la extremada sensibilidad social del principito.

Aunque todos sus discursos, al igual que los que largaba su regio padre, estaban redactados por manos terceras, la prensa los valoraba como si hubiesen salido del principesco cacumen, y cada palabra, cada aburrido y reiterado discurso, eran fuente de mil interpretaciones profundísimas. Pero todos, unos y otros, gobernantes y opositores, se disputaban un lugar para aparecer junto a él, y alababan la enorme inteligencia, sensibilidad y conocimiento del principito: no había otro igual. Las autoridades del gobierno del asteroide, antaño partidarias de los viajes principescos pero siempre que fueran hasta lejanísimas tierras y únicamente con billete de ida, se mostraron de lo más cariñoso con él, y aprovechaban cualquier oportunidad para que les llegase alguna olilla del baño de multitudes. Incluso una diputada de ese mismo gobierno le espetó al principito cuando se lo presentaron: "Realmente es usted muy guapo". (Ya se sabe que los representantes del pueblo están dotados de un sexto sentido para reconocer méritos y capacidades al primer golpe, con perdón, de vista).

Todo era maravilloso hasta que un día, al abrir la prensa más acérrima al principito, el habitual cronista del viaje por el asteroide nos desveló la tragedia con estas palabras: "Juro solemnemente que es cierto lo que voy a contar, y hay un montón de testigos que no me dejarán mentir: en la cena del Príncipe con representantes de la cultura andaluza, el martes, en Granada, los camareros pedían a los comensales que conservasen el cuchillo del pescado para partir la carne. Digo bien: el cuchillo del pescado; la pala brillaba por su ausencia en la mermada cubertería del catering granadino. Los organizadores debieron pensar que los intelectuales son gente acostumbrada a mal comer y no saben usar instrumentos tan sofisticados". Después de reprimir un gemido de dolor ante tan tremenda revelación, fueron muchos los que quedaron enmudecidos... ¡No era posible, no podía ser cierto, debía de tratarse de un error! ¡Hacerle esto al principito y a toda una cohorte de intelectuales! Terrible, terrible, terrible...

Quizás como gesto de desagravio y para intentar borrar aquel nefasto suceso, antes de finalizar su viaje y volver a su planeta, el principito fue invitado a darse una vueltecita por la feria de la capital del asteroide. Fue agasajado y bailoteado en la caseta municipal, y en su desplazamiento en coche de caballos por las calles del real (nunca mejor dicho), levantó algo más que un revuelo de volantes. "¡Queguapoé, queguapoé!"; gritaban jubilosas ellas y algún que otro él, que al calor de los vapores de la manzanilla se atrevía a sacar su alocada cabecita del armario. "¡Queguapoé!", sucinta y parca expresión que encierra el encendido reconocimiento a los innumerables méritos que se albergaban en la persona del principito, y que manifiesta la irrepetible gracia que caracteriza al pueblo hispalense.

Finalmente el viaje oficial acabó, y como tanto se había comentado y escrito sobre la impuesta y forzada ruta que le habían hecho seguir al pobre principito, apartándolo de la realidad popular más árida y subdesarrollada que no se le quiso mostrar pese a sus reiteradas, pero ocultas, insistencias, al día siguiente de finalizar su viaje y ya con absoluta libertad de movimientos, dio el principito rienda suelta a sus deseos más sociales, y allá se fue: derechito a Sierra Nevada donde se pasó el domingo esquiando, se supone que rodeado de menesterosos y marginados.

Esa misma noche regresó a su planeta, y a la mañana siguiente se dirigió a inspeccionar las obras del humilde palacete que su generoso pueblo le estaba construyendo y que algún día, digo yo, llenaría de bellos infantes principescos. Aunque llegó comido de curiosidad por ver los avances que se habrían producido durante su ausencia, el principito era hombre acostumbrado a disimular sus sentimientos y bajó del coche con cierta parsimonia. Al dar los primeros pasos oyó a uno de los obreros gritarle a otro: "¡Manué, pássame la paalaa!". El principito, sorprendido, miró el objeto que portaba Manuel, sonrió y pensó para sus adentros principescos: "¡Qué curioso instrumento! Y los muy brutos lo llaman igual que el cubierto del pescado que se guardaban en los bolsillos los intelectuales aquellos de la cena de Granada".


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