Miguel Ángel Loma

Las continuas transformaciones económico-sociales, y los incesantes descubrimientos técnico-científicos, generan necesariamente la aparición de un nuevo vocabulario con que intentamos definir y comprender cualquier novedad. Un ejemplo lo tenemos con la llamada globalización y los movimientos sociales nacidos en su contra, que han dado lugar a los términos antiglobalización y antiglobalizadores, palabras de uso frecuente pero que resultan demasiado largas: la primera es un heptasílabo de diecisiete letras, y la segunda, un octosílabo de dieciocho letras. Al igual que ha sucedido con otras expresiones, creo que las anteriores podrían sustituirse por una más coloquial y breve como es la de antigló, un trisílabo de tan solo siete letras. Esta apócope no encierra ninguna intención peyorativa ni descalificadora, entre otras cosas, porque el movimiento antigló aglutina a grupos, personas e intereses muy heterogéneos entre sí, siendo el único elemento de cohesión la reivindicación de otro mundo y otras estructuras más justas que las actuales, que ni son las más perfectas ni las únicas posibles, por más que desde alguna cúspide del sistema nos intenten convencer de lo contrario. El hecho de que en nuestro mundo mueran cada día 24.000 personas por falta de alimentos, excusa de mayores explicaciones para legitimar la justificada existencia de los antigló. No obstante, y aunque la aspiración a mejorar este mundo sea compartida por casi todos, el movimiento antigló ganará en credibilidad y adhesiones si logra desprenderse de aquellos grupos que interesadamente se cobijan a su amparo, reivindicando en realidad una globalización felizmente fracasada, aquella que bajo el imperio de la hoz y el martillo tuvo aherrojada en el siglo XX a media humanidad, y que produjo más muerte, injusticia y opresión que la globalización actual.


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