Si yo fuera asesor de imagen del PP habría estado ya tentado varias veces de darme a la bebida para olvidar. El Presidente del Gobierno reconoce sin rubor que mintió reiteradamente a los ciudadanos –que a mí me parece uno de los hechos más graves de los últimos años- y todo lo más que se le ocurre a Rajoy es decir que "ahora reconocen que teníamos razón y, a continuación, inexplicablemente pasa página. Poco después, anuncia el fichaje de Manuel Pizarro y al día siguiente él mismo se contraprograma con la exclusión de Alberto Ruiz Gallardón de las candidaturas, consiguiendo a pulso llevar ese debate interno a las portadas de todos los medios. Hábil como él solo.

 

Pero, más allá de estas torpezas políticas de Mariano Rajoy, el mismo de los hilillos y del primo científico, más allá también de los corrillos, los dimes y los diretes de tertulianos, me parece que el episodio de la exclusión de Gallardón, su gestación y su resolución final, merecerían alguna otra reflexión. Porque a mí me sigue costando mucho tomar como normales cosas que no deberían serlo.

Que la ambición política de Ruiz Gallardón es colosal no es novedoso, puesto que el interesado nunca lo oculta. Pero ser diputado no es lo mismo que ser nombrado directivo en una empresa, o que ganar un óscar a la mejor interpretación, o que aprobar la oposición a catedrático de universidad… Hay que recordar algo elemental: se supone que ser diputado es ser representante de los ciudadanos, ¿no? Sin embargo, ¿alguien ha detectado en el discurso del hoy alcalde de Madrid algún remoto atisbo de interés por ejercer esa representación? ¿alguien le ha escuchado por qué motivos quiere ejercerla? Lo que ha dicho repetidamente es que tenía, desde hace mucho tiempo, ilusión por un cargo. Que quiere servir a su partido –nótese que dice al partido, no al pueblo-. Y que quería ayudar a Rajoy "a llegar a la Moncloa"… Es decir, un concepto puramente instrumental, en el que ser diputado consiste en tener otro sueldo, disponer de una tribuna y escalar posiciones, no en llevar al parlamento la voz de quienes te eligen. En el fondo, todo parece indicar que lo que realmente quería era estar mejor situado por si se produce un fracaso electoral de Mariano Rajoy, que sus propios compañeros de partido dan toda la impresión de estar esperando.

 

El comportamiento de Esperanza Aguirre, muy en su línea. Mostraba aún menos interés en representar a los ciudadanos como diputada que su rival de partido y ya es decir. Pero exigía el mismo cargo que se le diera a Gallardón para no estar peor situada en el reparto de esa herencia que se disputan cuando aún está delante Rajoy, no ya de cuerpo presente, sino aún mostrando algunos signos vitales. Aguirre estaba dispuesta sin remordimientos a incumplir el compromiso que asumió con los votantes hace escasos meses –ya se ve lo que le importan realmente los madrileños- con tal de no permitir que su adversario interno pudiera cobrar ventaja.

 

Finalmente, se discute si la decisión de Rajoy fue acertada o desacertada. Pero, ¿alguien se cuestiona que es un disparate que las listas electorales de un partido político las decida a dedo su líder? ¿O somos los únicos que pensamos que eso es una barbaridad? No nos hemos caído de un guindo y sabemos -y denunciamos- cómo funcionan las cosas, la farsa en la que vivimos, pero lo que parece increíble es que ni siquiera guarden las apariencias, que sean tan cínicos y que nadie –ni los políticos, ni los periodistas, ni los ciudadanos de a pie…- pestañee siquiera cuando se ven estas cosas. La Constitución exige que los partidos políticos tengan estructura interna y funcionamiento democráticos (art. 6). Ya sabemos que los dirigentes no son muy amigos de unas primarias donde decidan sus propios afiliados y que no son muy amigos de la participación en general. Pero, además, es que se ve con claridad que no pinta nada ningún órgano del partido, ni los comités electorales ni nada similar, puesto que quien decide, ante la tácita aceptación general, es el presidente del partido a dedo.

 

Esto genera una democracia de muy mala calidad, donde las candidaturas no están formadas por los más capaces sino por los más dóciles. Y, al final, en las elecciones, esas listas, cerradas y bloqueadas, son lentejas.

Selenio


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