F.H.B.

Algunos aspectos del modelo social aprobado por esa mayoría de la minoría que fueron a votar el veinte de febrero no parecen muy halagüeños. Vivimos en una sociedad dogmatizada por un sistema político-económico deshumanizado.

El rendimiento ha tomado posesión del corazón humano, parece como si ya no tuviéramos derecho a ninguna actividad que no resulte productiva, ni a ningún tipo de descanso que no consista en la acumulación de nuevas energías para volver al trabajo.

Teóricamente proclamamos la común dignidad de todos los seres humanos, pero ¿qué suerte pueden esperar en la sociedad del rendimiento aquellas personas que, por su edad, por alguna enfermedad, o simplemente por no encontrar trabajo, no pueden "rendir"? Todos sabemos hasta dónde pueden llegar tanto sus problemas económicos como su pérdida de autoestima y si además es emigrante se agrava exponencialmente.

Debemos reconocer que el ansia de ganar dinero ha estimulado notable­mente el progreso material. Pero también es de justicia decir que hemos pagado un precio muy alto por esa visión tan unilateral de la existencia. Antiguamente había cosas por las que la gente estaba dispuesta a arriesgar la vida. Con el capitalismo, al reducirse todos los ideales a ganar más, ha surgido un mundo profunda­mente cobarde, donde sólo se juegan la vida conduciendo automóviles a velocidades desorbitadas para llegar antes, sin necesidad, a su destino.

Hemos creado un hombre absolutamente vacío de toda locura, de sentido del amor, del sufrimiento y de la alegría, dedicado a la felicidad y a la seguri­dad; culturizado por la lectura somnolienta del periódico cotidiano, las reivindicaciones profesionales, el aburri­miento de los domingos y de los días de fiesta con el fútbol o los escándalos del "famoseo.

Una de las claves estriba en que las empresas como los particulares necesitan obtener beneficios para servir al bien común, y cuantos más mejor. Estamos ante una trágica inver­sión que recuerda aquello de "una cosa es comer para vivir y otra muy distinta vivir para comer".

Un valor a la baja es el desinterés. No es nada fácil el amor maduro, desinteresado, en una economía capitalista. Quienes hayan interiorizado la mentalidad mercantil nunca podrán amar, porque amar es fundamentalmente dar, no recibir, en cambio para ellos dar más de lo que reciben será siempre hacer un mal nego­cio, y dar sin recibir significará ser víctimas de una estafa. Y no sólo se hace difícil el amor interpersonal, sino cualquier conducta altruista. Y los que mantengan esas relacio­nes, lo harán mientras resulten gratificantes, y las cortarán en cuanto dejen de producirles "beneficios".

La situación de la posguerra española y la europea exigía un pueblo trabajador y austero que con su ahorro hiciera posible las inversiones que tanto necesitaban los países para despegar económicamente. El resultado fue una gene­ración endurecida a golpes, con una gran capacidad para trabajar y soportar el sufri­miento.

La generación actual, por el contrario, vive en una sociedad de alto consumo de masas. Satisfechas las necesidades reales de la mayor parte de la población, una publici­dad insistente invita a satisfacer igualmente deseos cada vez más sofisticados, con el fin de evitar la recesión que tendría lugar si las empresas no consiguieran vender todo lo que producen.

Antaño estaba vigente la cultura puritana del esfuer­zo y la recompensa. El objeto deseado era siempre el resultado final de un tiempo pro­longado de esfuerzo y ahorro. La mentalidad tradicional veía en el ahorro, en la compra al contado, virtudes. La tendencia actual es a disfrutar de los objetos antes de haberlos ganado/pagado. Se invierte la relación entre el esfuerzo y la recompensa. Y el resulta­do es una generación libre de represiones y muy mal preparada para asumir la dureza de la vida y soportar las frustraciones ("genera­ción blanda"). Cuando nuestros jóvenes son golpeados por el dolor, no aciertan a enten­derlo y suelen ser incapaces de reaccionar para aprovechar las posibilidades formativas y de afianzamiento de la personalidad que los avatares de la vida le ocasionan.

Hoy las industrias procuran disminuir la vida útil de sus productos, con el fin de garantizar ulteriores ventas. Para ello fabri­can con materiales cuya duración han limita­do artificialmente, y procurando que las reparaciones no resulten rentables. También procuran el desgaste psicológico de los bie­nes de consumo, cambiando a menudo los modelos y las modas para que, aun cuando estén todavía en buen uso, dejen de resultar atractivos a sus poseedores.

Si nos acostumbramos a tirar los obje­tos tan pronto como han cumplido su fun­ción, ¿no acabaremos haciendo lo mismo con las personas? El aborto y al eutanasia nos acercan a esta realidad.

De hecho, las relaciones inter­personales son cada vez más fugaces. Se generaliza la imagen alegre, insustancial, de los enamorados que dentro de un mes o dentro de un año dejarán de amarse y no comprenderán siquiera que hayan podido quererse tanto. Los divorcios en minutos y sin papeleo.

La competencia que reina en la economía de mercado ha estimulado notablemente la creación de riqueza... pero también genera diversas formas de violencia: desde el acorra­lamiento de un rival peligroso al que se cie­rran las fuentes de créditos con maniobras turbias, hasta el soborno y la corrupción de los políticos; desde el enfrenta­miento laboral, hasta el odio de los naturales contra los inmigrantes.

El espíritu capitalista-burgués se carac­teriza por una mentalidad calculadora, que intenta reducir el mundo a cifras. Hasta hace bien poco la usura era perseguida y los prestamistas nunca habían tenido buena fama y ahora son dueños de fortunas incalculables y controlan las grandes compañías; y lo que es peor, financian las campañas de los partidos políticos y posteriormente condonan las deudas a costa de políticas increíblemente beneficiosas para sus ya impresionantes cuentas de resultado.

Los neoconservadores ven con preocupación que en la lucha sorda que mantienen el hedonismo y el rendimiento, es éste último quien pierde terreno. Poco a poco se va erosionando la ética del trabajo, y en general las virtudes del esfuerzo, la disciplina, el autodominio, que tan importantes han sido para crear riqueza. Hay disparates tales como que en Andalucía y Extremadura exista desde hace dos décadas un subsidio agrario para miles de jornaleros mientras en estas mismas regiones existen el mayor número de emigrantes trabajando en el campo.

En este orden es fundamental arrinconar a Dios y sustituirlo por el dinero. Los principios cristianos tan regañados con estos valores no sólo están siendo continuamente atacados sino que se está intentando criminalizarlos y hasta sacarlos de las escuelas. Se puede ser homosexual, comunista pro-castrista o anticlerical militante pero si un político se declara católico practicante se le persigue hasta su extenuación o dimisión como ha ocurrido en la Comisión Europea con el ministro italiano de justicia o ahora intentan con la ministra británica de educación.

Pero no todo debe ser pesimismo porque todavía quedamos los que creemos firmemente en que se debe tener compasión con los menos afortunados y que la caridad es una virtud, que abogar por la igualdad de oportunidades es una obligación, que dejar de perseguir el valor monetario y buscar economías sostenibles no es un sueño imposible, que creer en el hombre y en sus valores morales es esencial, etc.

Me gustaría terminar con una frase de Agustín de Hipona nos muestra la senda: "Buscad lo que os sea suficiente y no queráis más. Todo lo que pase de ahí oprime y no libera, pesa y no honra...


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