Dicen que España no se rompe. No, España ya está rota. La han roto Izquierdas y Derechas con sus ambiciones y falta de patriotismo, el perverso instrumento de organizar el Estado de las autonomías no para beneficio del Estado del bienestar y por lo tanto de las personas y sus necesidades, sino en favor de los partidos políticos y sus perversos intereses particulares.

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Deprisa y corriendo, confieso que aún no he leído el libro entero, pero quiero emitir una opinión en caliente sobre su introducción, que tuve ocasión de leer ayer en el avión de vuelta a casa.

Hacía tiempo no me sentía tan cómodo leyendo algo.

La interpretación de lo que fue la Falange original y de las intenciones de José Antonio y de Manuel Hedilla me resulta tan familiar y me representa tan bien, que me he sentido cercano, cercanísimo a quien las ha escrito.

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Ya está, ya es presidente del gobierno para varios años más un político, habilidoso, con dos caderas, muchas caras y nada de memoria, dispuesto a lo que sea y atrevido a más no poder. Un carácter, el que adorna a Pedro Sánchez, que seguramente podría ser útil en otras circunstancias, por lo desvergonzado y voluntarista que es, pero que ahora está a punto de quebrar España de manera, tal vez irrevocable.

Es fácil acalorarse en contra de Pedro Sánchez y pensar que el PSOE y su secretario general han vendido por un plato de lentejas, nada menos que el estado de derecho. Es fácil, porque es cierto. Pero es preciso buscar la raíz del problema. ¿Por qué puede Pedro Sánchez hacer esto?

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Los objetivos finales se mantienen en el tiempo, las estrategias pueden y deben cambiar de acuerdo a las circunstancias. Y en algunas ocasiones, las medidas concretas que nos parecían adecuadas en el pasado deben también ser superadas y deberemos poner la mira en logros más ambiciosos o simplemente, diferentes.

Siendo el objetivo final irrenunciable la Justicia Social, me viene a la cabeza que los pactos por una jornada laboral de 37.5 horas semanales que Sumar y PSOE han querido destacar estos días pasados, son un tema para el debate político.

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La Agenda 2030, pretendidamente concebida para la construcción de un futuro sostenible, fue inviable desde su primer minuto. Una quimera moderna, una ensoñación aparentemente utópica muy lejos del alcance real de su principal promotora, las Naciones Unidas. Sólo una ingenuidad patológica o una intención aviesa pueden explicar que el proyecto viera la luz. Que a estas alturas algún dirigente de apellido Borbón, Sánchez o Feijóo luzca todavía el multicolor emblema circular de la cosa en la solapa sólo se explica por la ausencia de un proyecto nacional propio.  

Ingenuidad. Todas las escuelas primarias insisten en el riesgo de futuro que implica nuestra devastadora capacidad de contaminación. En Secundaria se abstrae un poco más la cuestión para concluir que no hay obstáculo mayor para un futuro sostenible que nuestro actual modelo de producción industrial por lo cual, sin la decidida participación del mundo empresarial y financiero, cualquier iniciativa de transformación va a colapsar por la base.

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