Ya han transcurrido cuatro años desde que un día Bush se levantó con ganas de comenzar una guerra y los tontos útiles de aquel momento decidieron secundar su idea. Y se cumplen cuatro años de sangre, de injusticias, de violencia injustificable e incontrolada, de asesinatos y de tristeza. Entre todos los implicados han logrado que en la actualidad, y por desgracia, Irak sea sinónimo de muerte.
En estos cuatro años han muerto más de cien mil civiles, de los que más de la mitad fallecieron no por causas de violencia directa sino por las deficiencias de infraestructuras y de servicios sanitarios provocadas por la desastrosa situación. Cien mil inofensivos ciudadanos que han pagado la osadía de nacer en un país al que el chulo de la Casa Blanca decidió cogerle manía. Con esas cifras, no parece que haya ni una sola familia iraquí que no haya sufrido las consecuencias de la embestida aliada.
Durante este cuatrienio más de dos millones de iraquíes han tenido que huir de su país y casi otros dos tuvieron que cambiar su vida en la capital y buscar una vida un poco menos peligrosa lejos de Bagdad.